... "Con
el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas
al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo
inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus
días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo.
O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no
voy.
Gradualmente,
lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una
cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros
experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que
su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por
primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a
muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera
nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le
infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.
Su
victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde
y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su
hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo;
de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con
cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de
esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el
hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos
narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo
despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron
de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no
quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de
todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que
su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por
atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y
descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser
la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué
vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha
permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera
por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo,
en mil y una noches secretas.
El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos
signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro,
liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado
de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de
las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo
acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego
fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse
contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en
las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a
absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron
su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con
alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una
apariencia, que otro estaba soñándolo."
Texto completo en: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/borges/las_ruinas_circulares.htm