La sociedad como la entendemos hoy, y desde principios de 1800 en Argentina, es concebida como un elemento del Estado. El Estado se origina con el “pacto” que realizan las personas entre sí -la sociedad en conjunto-, mediante el cual se subordinan desde el nacimiento a una voluntad superior a la suya individual, en pos de una persona colectiva -el mismo Estado- que les garantiza la supervivencia y la coherencia de normas convivenciales, dentro de un determinado territorio. Este nuevo gobernante procura el bien de todos sus integrantes y de sí mismo, ya que posee herramientas para hacerse perdurar y puede deslegitimar cualquier acto que se le oponga “para mantener el orden público”. Así se conforma la organización social, y la verdad absoluta en la Edad Moderna.
La toma de las Bastilla en Francia fue el hecho simbólico que puso fin a la monarquía, aceptar que “el hombre es el lobo del hombre” fue el reconocimiento simbólico de la autodestrucción que venía. La idea del Estado que se adueña de parte de nuestra libertad a cambio de protegernos sólo es viable si existe eso de lo que nos tiene que proteger. La estrategia de inventar enemigos para plantar un ataque encaja perfecto con el plan de perpetuar la concentración de poder, y aumentarlo. Quiero decir, el paradigma en el que nos movemos hoy contempla que el ser humano, en estado de naturaleza, es agresivo, y que su actuar estaría regido por “la ley del más fuerte” . Para que no nos matemos entre todos, nació el Estado. ¿Y cómo actúa el Estado? Con la ley. Tengamos presente que hablo de un contexto que formó la realidad de personas que vivieron entre mitad del siglo XVI y entrado el siglo XIX. Desechada la idea de Dios como razón y centro del universo, incorporadas las enseñanzas de los astrónomos, invadidos por guerras e incertidumbres, volvimos a empezar, y fuimos a los griegos, y entendimos a los romanos, y creamos las ideas de orden moderno. Planteamos un progreso en los valores y nuevas verdades absolutas, esta vez, desde el consenso y la supuesta participación. Quisimos ser Atenas, nació el espíritu democrático.
En la actualidad, la ley es un instrumento indispensable y obligatorio, que impone a todo transeúnte la situación de tener que acomodar su conducta a las estipulaciones previas que redactó. Es decir, “si tu cuerpo está dentro de las líneas imaginarias que delimitan mi país, le tenés que hacer caso a lo que escribí, si no lo hacés te sanciono”. Así, la ley viene a decir no sólo que no podés, sino cómo tenés que hacer lo que sí podés, mientras que -y a la vez- autoriza las instituciones que te forman y distribuye los recursos de tu entorno. Si la idea es que el Estado es democrático, y el que gobierna es el pueblo, la representación de los 330 legisladores pertenecientes a 8 partidos distintos pone a los casi 42 millones de habitantes de Argentina en una situación muy distinta a la de los griegos de A.C. El artículo 1 de la Constitución Nacional establece que nuestro país es democrático, pero que además es una república y es federal. Que sea republicano implica que hay una equivalencia de poderes, el Estado administra con el Poder Ejecutivo, dispone con el Poder Legislativo, ejecuta con el Poder Judicial; por eso la ley sale -en situación normal- de la aprobación del PE a lo dictaminado por el PL y es operada por el PJ. El federalismo sirve -para este tema en concreto- sólo para hacer mención al caso de que legisladores que viven en Buenos Aires deciden por pueblos de montaña con una realidad de más de 3000 km de distancia y diferencia.
Nosotros, asumidos como seres sociales, estamos atados a la noción de Estado en cada metro de este planeta y condicionados -en todo momento- a actuar acorde a su estructura. Necesitamos plata para sobrevivir porque la ley defiende el derecho a la propiedad, existe la desigualdad porque se contempla la herencia, hay delincuentes porque escribimos delitos, competimos porque sabemos entablar pleitos, etc, etc. Todo lo que podés hacer, ya está definido y condicionado. La ley que en juicio se presume conocida por todos, está escrita para que la entiendan muy pocos. Las reglas del juego contemplaban estas estrategias.
¿La solución? Dejar de pensar que somos capaces de prever todas las posibilidades. La solución que dio la ley se forma y forja en una moral uniforme, limitando conditio sine qua non la posibilidad de que existan individuos auténticos. Un individuo -por definición etimológica- no está dividido, y asumir que nos manda una ley, es asumir que somos sujetos de derecho, lo que es igual a decir que estamos sujetados a un cúmulo de normas que no elegimos. Si creemos que se nos puede sujetar estamos dividiéndonos, lo que queremos contra lo que debemos. Sería mejor que las leyes de la mecánica cuántica gobiernen el actuar de las personas, no es más alocado pensar que la simple apreciación modifica el resultado ó que existen infinitas probabilidades de un hecho, que la situación de que un par de libros puedan estipular y condenar la conducta de más de 7 mil millones de personas en el mundo. Hay que hacerle caso a Einsten en este punto: “si quieres resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. Si el problema es cómo cambiar el paradigma, hay que empezar por abandonar las viejas premisas. Si progresamos con el orden hasta acá, evolucionemos con el caos de ahora en más.